REFORMA A LA REFORMA PROCESAL PENAL*
EDUARDO
GALLARDO FRIAS**
Primero resulta esencial referirnos al
contexto en el cual, una vez más, se
plantea la necesidad de modificar el Código Procesal Penal. De hecho esta sería
ya la quinta modificación desde su entrada en vigencia. Llama la atención que
en todas las modificaciones, especialmente la última (agenda corta) los
anuncios, el proceso de discusión y la deliberación legislativa a sido producto
de una aparente reacción frente a criterios judiciales o resoluciones
judiciales puntuales y anecdóticas o prácticas de operadores del sistema. Todo
ello siempre en un claro escenario de disconformidad transversal de un sector
de la clase política e influyentes medios de comunicación
con el supuesto carácter garantista del sistema (asociando el garantismo a una
suerte de delicuencismo) y a un estado de virtual desprotección de las
víctimas. No en vano, el núcleo duro de las modificaciones anteriores ha girado
en torno a un progresivo endurecimiento de la prisión preventiva con la
consiguiente restricción del ámbito de ponderación judicial en esa esfera. De
ahí que resulte relevante abordar la cuestión con datos empíricos duros, para
desterrar mitos y falacias, como lo es el supuesto carácter excesivamente
garantista del sistema o la existencia de la denominada “puerta giratoria”,
término utilizado hasta la saciedad con fines electorales, pero absolutamente
alejado de la realidad.
Lo cierto es que las cifras indican una
realidad muy distinta: La población carcelaria en nuestro país viene aumentando
sistemáticamente durante los últimos años, al punto que la cantidad de presos
en Chile hoy, por cada 100.000 habitantes, es de las más elevadas de la región.
Sólo a modo de ejemplo el número de condenas entre 1999 y 2009 aumentaron en un
6oo% y los privados de libertad han aumentado casi al doble, sin contar la
cantidad de adolescentes encerrados en internación provisoria o en régimen
cerrado.
Entre 2000 a 2009 se otorgaron por los jueces
de garantía el 90% de las prisiones preventivas solicitadas por el Ministerio
Público; sólo el 2% fueron impugnadas por la fiscalía y el 50% revocadas por
las Corte de Apelaciones. Por lo tanto, al final, se rechazaron sólo el 1% de las solicitudes de prisión
preventiva planteadas por el Ministerio Público (lo que, desde luego, no
debiera ser motivo de orgullo). Por el contrario, las revocaciones de prisiones
preventivas decretadas por los jueces de garantía son estadísticamente
irrelevantes y virtualmente inexistentes. Más alarmante resulta el hecho de que
la cantidad de personas que, encontrándose en prisión preventiva, son absueltas
o condenadas con alguna medida alternativa a la privación efectiva de libertad
oscila entre un 25% llegando al 30% en algunos tribunales, sin contar aquellos que
quedan libres después de un procedimiento abreviado o una decisión de no
perseverar en la investigación por parte del Ministerio Público. Y las cifras del
Poder Judicial, respecto de imputados que estando en libertad no llegan al
juicio oral, no supera el 5%.
Es cierto; hemos revertido la proporción
presos sin condena versus presos condenados con relación al sistema antiguo,
pero cuidado: Ello tiene que ver no necesariamente con una utilización más
racional de la prisión preventiva, sino con el hecho de que el nuevo sistema ha
resultado tremendamente exitoso en la producción de condenas en tiempos
relativamente breves. Si bien en el sistema inquisitivo la prisión preventiva
era una consecuencia casi inexorable del
auto de procesamiento, el estándar de dictación del mismo era mucho más exigente
que la formalización de la investigación, cuyo único estándar normativo
consiste en que no sea arbitraria. Con el sistema acusatorio, los presupuestos
fácticos de la imputación se desplazaron a la medida cautelar (cuestión sistémica
y dogmáticamente deseable), pero ello no ha incidido de manera clara en un uso
más racional de la prisión preventiva, pues en esta materia la jurisdicción y
en especial las Cortes de Apelaciones se aproximaban más críticamente al procesamiento,
al tiempo que hoy, no pocas veces, la formalización aparece como una verdad
revelada.
Todo ello revela que en muchos casos,
demasiados a mi entender, la prisión preventiva afectó innecesariamente a
personas que jamás debieron estar sometidas ella, con todos los efectos que ello produce en la vida personal, familiar
y social del afectado, amén del tremendo costo social que ello involucra para
país.
Mucha razones explican lo anterior. Probablemente,
en el seno de la propia praxis jurídica (jueces, fiscales, cortes) aún no se
consolida del todo la idea de que la prisión preventiva tiene un carácter
estrictamente instrumental; en algún grado también persiste, a nivel de
tribunales y litigantes, la existencia de un cierto automatismo al argumentar y
resolver en torno a la prisión preventiva. Pero, además, incide muchas veces también la indisimulada presión
pública que se ejerce sobre los jueces a través de los medios de comunicación o,
indirectamente, por parte de las autoridades políticas.
Entonces, frente a esta realidad, ¿Por qué,
tanto en la percepción pública y
publicada, como en el discurso político, se tiene y (o) difunde una percepción
tan distinta?
Vinculado con lo anterior, y en esto hay que
sincerar el discurso, también uno debe preguntarse el porqué de un fenómeno que
a mi juicio sería iluso negar: la profunda crisis de legitimidad de la función
de la judicatura de garantía. Crisis que se ha traducido, incluso, en diversas reformas legales, como la introducida al artículo 140 del Código
Procesal Penal, que redujo ostensiblemente la discrecionalidad judicial para
ponderar la necesidad de cautela tratándose de delito con pena de crimen. Y qué
decir de la modificación al 149 del Código
Procesal Penal que, rompiendo abiertamente el principio de jursidiccionalidad,
permite que en ciertos casos una persona quede privada de libertad con la mera apelación
verbal de un ente administrativo como el Ministerio Público, pese a la negativa
del juez de garantía en orden a decretar la prisión preventiva, hasta que la
Corte de Apelaciones resuelva en definitiva. Con ello, se ha retrotraído el
régimen de impugnaciones al existente en el modelo inquisitivo del Código de
Procedimiento Penal de 1906, consagrando el efecto suspensivo de la apelación
en perjuicio del imputado. Es curioso, y la modificación al artículo 149
en comento así lo demuestra, constatar
que esa desconfianza hacia la judicatura de garantía por parte de quienes la impulsaron
es inversamente proporcional a la confianza depositada en las Cortes de
Apelaciones, lo cual revela que, al menos para el legislador de la agenda
corta, el problema reside específicamente en los jueces de garantía o, para ser
más precisos, en una incomprensión o rechazo a la función cautelar que sistémicamente
se les asigna a dichos jueces.
A todo lo expuesto, no puede dejar de
añadirse el hecho de que no pocos han convertido del tema de la seguridad pública
en una bandera de lucha política, las más de las veces sin el menor escrutinio
crítico de la prensa, contribuyendo con ello a generar una percepción
absolutamente distorsionada de la realidad a partir de casos anecdóticos y
aislados. Se nos quiso hacer pensar, y hasta cierto punto se terminó por
convencer a buena parte de la opinión pública, que vivíamos en una tierra de
nadie en donde el delincuente se paseaba impunemente perpetrando sus fechorías
a vista y paciencia de jueces complacientes. Es más, se vendió la absurda
utopía de que era posible desterrar de una vez y para siempre la delincuencia –“se
les acabó la fiesta”, “la tercera es la vencida”, “la primera es la vencida”,
candado a la puerta giratoria”- construyendo más cárceles y encerrando a los
delincuentes, como si éstos fueran un
invasor llegado desde otro planeta. Y así, pese a las contundentes cifras que
desmienten absolutamente la existencia de un contexto de impunidad y
favoritismo hacia los imputados, se acusó a los jueces de operar la supuesta
puerta giratoria; altas autoridades manifestaron que ¡los jueces! eran un “peligro
para la seguridad de la sociedad”; otros pedían destituciones o sanciones
disciplinarias contra jueces; se amenazó abiertamente a los jueces con
condicionar sus asensos a la satisfacción de los requerimientos de la autoridad
en materia de seguridad pública; se trató a jueces de “cómplices de los
delincuentes” por parte de quienes se supone deben contribuir al
fortalecimiento de las institucionalidad democrática; se entregaron dossiers de resoluciones
judiciales en el Palacio de Tribunales por altas autoridades del ejecutivo y
hasta se anunciaron listas negras para indisponer con la ciudadanía a jueces
que, conforme a derecho, no privaron de libertad a ciertas personas.
Lamentablemente, no sólo en Chile sino en el
mundo entero, hace ya décadas que transversamente en la lucha política se
descubrió que el populismo punitivo rinde y, lo que es peor aún, sin someterse
a escrutinio alguno en cuanto a sus resultados. Porque aun cuando se demuestre
la ineficiencia de centrar las políticas públicas en materia de seguridad en la
solución carcelaria; aun cuando todos los expertos serios nos digan
majaderamente que no resolveremos el problema de la delincuencia con más
cárceles y mano dura; aunque incluso entidades como la Fundación Paz Ciudadana
(a la que nadie podría seriamente acusar de ser la vocera de los delincuentes)
hayan dicho que la agenda corta era innecesaria e inútil (y de hecho lo
demuestra la circunstancia de que ésta ha tenido un impacto marginal en las
cifras de prisión preventiva), aun así, nada de eso pareciera importar. Ese es
un dato de la causa y, por ahora, no es mucho lo que pareciera poder hacerse.
Lo que sí podemos hacer y reclamar es la
necesidad de respetar y reforzar la independencia y vinculación del juez a la
ley. Debemos insistir –aun a costa de uno varios puntos menos en las encuestas
de opinión pública- que el juez no ha de someter acción a las expectativas y
demandas de la ciudadanía, ya sea que se trate de víctimas o personas con temor
a serlo. La seguridad también se funda –suele olvidarse con demasiada
frecuencia- en que la coacción estatal ha someter su accionar a la ley, lo cual
supone, entre otras cosas, el respeto a los derechos fundamentales de todos los
ciudadanos.
Obviamente, es mucho lo que debemos avanzar en
tener un diseño y una praxis más eficiente y adecuada del uso de las medidas
cautelares en general. Sin embargo, en lo inmediato hay una cuestión que debe reafirmarse con
decisión y sin ambigüedades: En un estado de democrático de derecho al Juez no se le puede exigir un
compromiso con las políticas estatales
de seguridad ciudadana de carácter coyuntural o con los objetivos estratégicos
y político-criminales de las agencias de persecución penal. El juez está para
resolver los casos imparcialmente y, por ende, no hace suya la agenda de
ninguno de los intereses en conflicto. La
judicialización del orden público o
seguridad ciudadana produce una seria distorsión en la función
jurisdiccional al asignarle al juez una misión que le compete directamente a
otros órganos públicos. El resultado final de esa lógica (lejos de reducir las tasas de criminalidad)
se traduce inexorablemente en el
deterioro progresivo del Estado de Derecho en perjuicio de todos los
ciudadanos.
*Respuestas
a la entrevista coordinada con: Dalmiro Huachaca Sánchez (Abogado, para el
Blog: Proceso&Realidad y Diario Judicial el Jaque. ¿Cuál es la situación
actual de las medidas cautelares en Chile (en especial de la prisión
preventiva)? Y cuál es la apreciación de la sociedad Chilena?
¿Cuál es el
rol del juez de garantía y como está en la actualidad la relación con los
medios de comunicación y cuáles son los factores que influyen?
¿Cuán
importante es la autonomía en la decisión y la importancia del liderazgo para
el correcto funcionamiento de la institución que se representa?
¿El juez de
garantías puede tener acceso a la carpeta fiscal o algún otro documento para la
decisión? En todo caso ¿Cuál es el procedimiento correcto?
**Abogado por la Universidad la Republica.
Profesor del diplomado en reforma procesal penal de la Universidad de Chile, y
Juez tutor de pasantías para programas de formación de jueces y docente de
cursos de perfeccionamiento en la Academia Judicial de Chile. Cuenta además con
experiencia en docencia en cursos internacionales sobe reformas judiciales como
consultor asociado al Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA). En
la actualidad se desempeña como; Juez del 13º Juzgado de Garantías de Santiago (CHILE)
y en la vocería de la agrupación de jueces jurisdicción y democracia.