domingo, 23 de junio de 2013

REFORMA A LA REFORMA PROCESAL PENAL.

REFORMA A LA REFORMA PROCESAL PENAL*
EDUARDO GALLARDO FRIAS**
 
Primero resulta esencial referirnos al contexto en el cual,  una vez más, se plantea la necesidad de modificar el Código Procesal Penal. De hecho esta sería ya la quinta modificación desde su entrada en vigencia. Llama la atención que en todas las modificaciones, especialmente la última (agenda corta) los anuncios, el proceso de discusión y la deliberación legislativa a sido producto de una aparente reacción frente a criterios judiciales o resoluciones judiciales puntuales y anecdóticas o prácticas de operadores del sistema. Todo ello siempre en un claro escenario de disconformidad transversal de un sector de la clase política e influyentes medios de comunicación con el supuesto carácter garantista del sistema (asociando el garantismo a una suerte de delicuencismo) y a un estado de virtual desprotección de las víctimas. No en vano, el núcleo duro de las modificaciones anteriores ha girado en torno a un progresivo endurecimiento de la prisión preventiva con la consiguiente restricción del ámbito de ponderación judicial en esa esfera. De ahí que resulte relevante abordar la cuestión con datos empíricos duros, para desterrar mitos y falacias, como lo es el supuesto carácter excesivamente garantista del sistema o la existencia de la denominada “puerta giratoria”, término utilizado hasta la saciedad con fines electorales, pero absolutamente alejado de la realidad.
Lo cierto es que las cifras indican una realidad muy distinta: La población carcelaria en nuestro país viene aumentando sistemáticamente durante los últimos años, al punto que la cantidad de presos en Chile hoy, por cada 100.000 habitantes, es de las más elevadas de la región. Sólo a modo de ejemplo el número de condenas entre 1999 y 2009 aumentaron en un 6oo% y los privados de libertad han aumentado casi al doble, sin contar la cantidad de adolescentes encerrados en internación provisoria o en régimen cerrado.
Entre 2000 a 2009 se otorgaron por los jueces de garantía el 90% de las prisiones preventivas solicitadas por el Ministerio Público; sólo el 2% fueron impugnadas por la fiscalía y el 50% revocadas por las Corte de Apelaciones. Por lo tanto, al final,  se rechazaron sólo  el 1% de las solicitudes de prisión preventiva planteadas por el Ministerio Público (lo que, desde luego, no debiera ser motivo de orgullo). Por el contrario, las revocaciones de prisiones preventivas decretadas por los jueces de garantía son estadísticamente irrelevantes y virtualmente inexistentes. Más alarmante resulta el hecho de que la cantidad de personas que, encontrándose en prisión preventiva, son absueltas o condenadas con alguna medida alternativa a la privación efectiva de libertad oscila entre un 25% llegando al 30% en algunos tribunales, sin contar aquellos que quedan libres después de un procedimiento abreviado o una decisión de no perseverar en la investigación por parte del Ministerio Público. Y las cifras del Poder Judicial, respecto de imputados que estando en libertad no llegan al juicio oral, no supera el 5%.
Es cierto; hemos revertido la proporción presos sin condena versus presos condenados con relación al sistema antiguo, pero cuidado: Ello tiene que ver no necesariamente con una utilización más racional de la prisión preventiva, sino con el hecho de que el nuevo sistema ha resultado tremendamente exitoso en la producción de condenas en tiempos relativamente breves. Si bien en el sistema inquisitivo la prisión preventiva era una consecuencia casi inexorable  del auto de procesamiento, el estándar de dictación del mismo era mucho más exigente que la formalización de la investigación, cuyo único estándar normativo consiste en que no sea arbitraria. Con el sistema acusatorio, los presupuestos fácticos de la imputación se desplazaron a la medida cautelar (cuestión sistémica y dogmáticamente deseable), pero ello no ha incidido de manera clara en un uso más racional de la prisión preventiva, pues en esta materia la jurisdicción y en especial las Cortes de Apelaciones se aproximaban más críticamente al procesamiento, al tiempo que hoy, no pocas veces, la formalización aparece como una verdad revelada.
Todo ello revela que en muchos casos, demasiados a mi entender, la prisión preventiva afectó innecesariamente a personas que jamás debieron estar sometidas ella, con todos los efectos  que ello produce en la vida personal, familiar y social del afectado, amén del tremendo costo social que ello involucra para país.
Mucha razones explican lo anterior. Probablemente, en el seno de la propia praxis jurídica (jueces, fiscales, cortes) aún no se consolida del todo la idea de que la prisión preventiva tiene un carácter estrictamente instrumental; en algún grado también persiste, a nivel de tribunales y litigantes, la existencia de un cierto automatismo al argumentar y resolver en torno a la prisión preventiva. Pero, además,  incide muchas veces también la indisimulada presión pública que se ejerce sobre los jueces a través de los medios de comunicación o, indirectamente, por parte de las autoridades políticas.
Entonces, frente a esta realidad, ¿Por qué, tanto en la percepción pública  y publicada, como en el discurso político, se tiene y (o) difunde una percepción tan distinta?
Vinculado con lo anterior, y en esto hay que sincerar el discurso, también uno debe preguntarse el porqué de un fenómeno que a mi juicio sería iluso negar: la profunda crisis de legitimidad de la función de la judicatura de garantía. Crisis que se ha traducido, incluso, en diversas  reformas legales, como  la introducida al artículo 140 del Código Procesal Penal, que redujo ostensiblemente la discrecionalidad judicial para ponderar la necesidad de cautela tratándose de delito con pena de crimen. Y qué decir de la modificación al  149 del Código Procesal Penal que, rompiendo abiertamente el principio de jursidiccionalidad, permite que en ciertos casos una persona quede privada de libertad con la mera apelación verbal de un ente administrativo como el Ministerio Público, pese a la negativa del juez de garantía en orden a decretar la prisión preventiva, hasta que la Corte de Apelaciones resuelva en definitiva. Con ello, se ha retrotraído el régimen de impugnaciones al existente en el modelo inquisitivo del Código de Procedimiento Penal de 1906, consagrando el efecto suspensivo de la apelación en perjuicio del imputado.   Es curioso, y la modificación al artículo 149 en comento así  lo demuestra, constatar que esa desconfianza hacia la judicatura de garantía por parte de quienes la impulsaron es inversamente proporcional a la confianza depositada en las Cortes de Apelaciones, lo cual revela que, al menos para el legislador de la agenda corta, el problema reside específicamente en los jueces de garantía o, para ser más precisos, en una incomprensión o rechazo a la función cautelar que sistémicamente se les asigna a dichos jueces.
A todo lo expuesto, no puede dejar de añadirse el hecho de que no pocos han convertido del tema de la seguridad pública en una bandera de lucha política, las más de las veces sin el menor escrutinio crítico de la prensa, contribuyendo con ello a generar una percepción absolutamente distorsionada de la realidad a partir de casos anecdóticos y aislados. Se nos quiso hacer pensar, y hasta cierto punto se terminó por convencer a buena parte de la opinión pública, que vivíamos en una tierra de nadie en donde el delincuente se paseaba impunemente perpetrando sus fechorías a vista y paciencia de jueces complacientes. Es más, se vendió la absurda utopía de que era posible desterrar de una vez y para siempre la delincuencia –“se les acabó la fiesta”, “la tercera es la vencida”, “la primera es la vencida”, candado a la puerta giratoria”- construyendo más cárceles y encerrando a los delincuentes,  como si éstos fueran un invasor llegado desde otro planeta. Y así, pese a las contundentes cifras que desmienten absolutamente la existencia de un contexto de impunidad y favoritismo hacia los imputados, se acusó a los jueces de operar la supuesta puerta giratoria; altas autoridades manifestaron que ¡los jueces! eran un “peligro para la seguridad de la sociedad”; otros pedían destituciones o sanciones disciplinarias contra jueces; se amenazó abiertamente a los jueces con condicionar sus asensos a la satisfacción de los requerimientos de la autoridad en materia de seguridad pública; se trató a jueces de “cómplices de los delincuentes” por parte de quienes se supone deben contribuir al fortalecimiento de las institucionalidad democrática;  se entregaron dossiers de resoluciones judiciales en el Palacio de Tribunales por altas autoridades del ejecutivo y hasta se anunciaron listas negras para indisponer con la ciudadanía a jueces que, conforme a derecho, no privaron de libertad a ciertas personas.

Lamentablemente, no sólo en Chile sino en el mundo entero, hace ya décadas que transversamente en la lucha política se descubrió que el populismo punitivo rinde y, lo que es peor aún, sin someterse a escrutinio alguno en cuanto a sus resultados. Porque aun cuando se demuestre la ineficiencia de centrar las políticas públicas en materia de seguridad en la solución carcelaria; aun cuando todos los expertos serios nos digan majaderamente que no resolveremos el problema de la delincuencia con más cárceles y mano dura; aunque incluso entidades como la Fundación Paz Ciudadana (a la que nadie podría seriamente acusar de ser la vocera de los delincuentes) hayan dicho que la agenda corta era innecesaria e inútil (y de hecho lo demuestra la circunstancia de que ésta ha tenido un impacto marginal en las cifras de prisión preventiva), aun así, nada de eso pareciera importar. Ese es un dato de la causa y, por ahora, no es mucho lo que pareciera poder hacerse.
Lo que sí podemos hacer y reclamar es la necesidad de respetar y reforzar la independencia y vinculación del juez a la ley. Debemos insistir –aun a costa de uno varios puntos menos en las encuestas de opinión pública- que el juez no ha de someter acción a las expectativas y demandas de la ciudadanía, ya sea que se trate de víctimas o personas con temor a serlo. La seguridad también se funda –suele olvidarse con demasiada frecuencia- en que la coacción estatal ha someter su accionar a la ley, lo cual supone, entre otras cosas, el respeto a los derechos fundamentales de todos los ciudadanos.
  Obviamente, es mucho lo que debemos avanzar en tener un diseño y una praxis más eficiente y adecuada del uso de las medidas cautelares en general. Sin embargo, en lo inmediato   hay una cuestión que debe reafirmarse con decisión y sin ambigüedades: En un estado de democrático de derecho al Juez no se le puede exigir un compromiso con  las políticas estatales de seguridad ciudadana de carácter coyuntural o con los objetivos estratégicos y político-criminales de las agencias de persecución penal. El juez está para resolver los casos imparcialmente y, por ende, no hace suya la agenda de ninguno de los intereses en conflicto.  La judicialización del orden público o seguridad ciudadana produce una seria distorsión en la función jurisdiccional al asignarle al juez una misión que le compete directamente a otros órganos públicos. El resultado final de esa lógica  (lejos de reducir las tasas de criminalidad) se traduce inexorablemente en el  deterioro progresivo del Estado de Derecho en perjuicio de todos los ciudadanos.
  *Respuestas a la entrevista coordinada con: Dalmiro Huachaca Sánchez (Abogado, para el Blog: Proceso&Realidad y Diario Judicial el Jaque. ¿Cuál es la situación actual de las medidas cautelares en Chile (en especial de la prisión preventiva)? Y cuál es la apreciación de la sociedad Chilena?
  ¿Cuál es el rol del juez de garantía y como está en la actualidad la relación con los medios de comunicación y cuáles son los factores que influyen?
  ¿Cuán importante es la autonomía en la decisión y la importancia del liderazgo para el correcto funcionamiento de la institución que se representa?
  ¿El juez de garantías puede tener acceso a la carpeta fiscal o algún otro documento para la decisión? En todo caso ¿Cuál es el procedimiento correcto?
 
**Abogado por la Universidad la Republica. Profesor del diplomado en reforma procesal penal de la Universidad de Chile, y Juez tutor de pasantías para programas de formación de jueces y docente de cursos de perfeccionamiento en la Academia Judicial de Chile. Cuenta además con experiencia en docencia en cursos internacionales sobe reformas judiciales como consultor asociado al Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA). En la actualidad se desempeña como; Juez del 13º Juzgado de Garantías de Santiago (CHILE) y en la vocería de la agrupación de jueces jurisdicción y democracia.